No se sabe cuándo ni cómo, pero de forma natural, el cerebro humano, encontró en la concatenación de sonidos una asombrosa herramienta: la palabra. Gracias a ella, gradualmente, aquella especie animal aprendió a expresarse, a comunicarse de forma mucho más efectiva y compleja. La mente quedó manifiesta como una tierra fértil para los pensamientos, los conceptos, las creencias, la teología, la filosofía y las culturas. El hombre había abandonado la animalidad para convertirse en humano. Y en consecuencia, la conciencia, turbada ante los misterios de la vida, había encontrado un esperanzador refugio.
Lentamente, el transcurso del tiempo, causó la aparición de grandes sabios y filósofos. Estos, hallaron en el arte del pensamiento y la oratoria, la oportunidad de apuntar hacia una verdad que nos liberase de la ignorancia y la inquietud humana. Pese a que afinaron extraordinariamente, no lograron nada que fuese tan rotundo y determinante para acabar con la violencia, las guerras, las injusticias, la iniquidad ni la angustia. El ser humano aparenta que nace privado de la sabiduría que trasciende el miedo, la sinrazón y el sufrimiento. Y la palabra no es capaz de llenar por completo tan profundo vacío.
Todo lo que podemos saber es que no sabemos nada. Y ese es el más alto grado de la sabiduría humana.
León Tolstoi (1828-1910)
No sabemos nada. Sabios y maestros, coinciden en ello. La vida no miente. Se muestra tal y como es; pura y transparente. El sufrimiento no tiene como fuente los fenómenos y sucesos del devenir de la vida. Nace de la mente en el instante en que proyecta significados desde su ignorancia. Cuando comprendemos que esa actividad cerebral, carece de la verdad y que es meramente especulativa, un espacio para la paz, da comienzo. La sabiduría no es un camino hacia el conocimiento, si no hacia la comprensión de nuestra naturaleza ignorante. Aprehenderlo destruye los engaños, abre la mente, nos humaniza, contribuye a la humildad y a la virtud.
No conocemos al responsable. Tampoco el momento histórico ni el proceso exacto. Quizás fue la suerte. O el destino. Aunque, como origen, me inclino por el sufrimiento de quiénes, insatisfechos, fueron testigos de la amargura de la vida sin encontrar luz entre la herencia de ideas y sonidos que articulan significados. Y pues, hartos, decidieron entrenarse en ignorar todo ruido mental y penetrar en el silencio más profundo de su propia naturaleza. En esa quietud encontraron, esa placidez pura, transformadora, relajante, liberadora, que ninguna palabra les había proporcionado.

Solemos estar habituados al ruido. Nos acompañamos siempre del rumiante pensamiento de la mente ansiosa, discursiva y repleta de carencias y miedo. Entonces, cuando hablamos de la virtud del silencio, nos vamos a sentir incómodos. Es un espacio que desconocemos. Su simple idea, o un atisbo de su presencia, nos generan incomodidad y falta de interés. Nos resulta más atractivo el sonido.
Una buena y reflexiva conversación, es de un valor incalculable. La filosofía es fascinante. La poesía, la música, la oración, es maravillosa. Nos acerca a lo humano. Pero si de verdad anhelamos un cambio radical de la mente y el corazón, no podemos ignorar por más tiempo del viaje al espacio más profundo de nuestra esencia. Acariciar la vida desde la experiencia consciente sin que nada la contamine, va más allá de la lógica. Es tan místico, tan mágico, que resulta incomprensible. Quién, valiente, decidió adentrarse en él, no reveló al silencio como un concepto más, sino como una expresión de su alma.
Podría aprender a volar con las palabras. Pero prefiero atravesar el cielo acompañado del silencio.